¡La ciudad: una plaza cívica, no un lugar pasivo y homogéneo o un simple centro de consumo; no una mera aglomeración, sino un parque intelectual que contenga lo uno y lo otro, la mezcla, en un despliegue de caos y libertad!
Todo lo demás no era nada todavía. Inventarlo –eso sería lo maravilloso.
Alessandro Baricco.
La verdad, no sé cómo empezó todo. Lo que sí te puedo decir es que, de repente, estaba allí, sentada en un taburete de cartón. A mi derecha
abierto x obras
aunque la gran puerta de metal estaba cerrada. Fue en ese momento, en ese justo instante, cuando sentí que el tiempo se había detenido; y si quería que avanzara era yo quien tenía que seguir adelante, recorrer quiénsabecuántos metros. O kilómetros, sí, pero eso es lo de menos; tú mejor que nadie sabes que lo esencial en todo viaje es la distancia hacia dentro, esa que te obliga a abrir bien los ojos y te cambia para siempre.
Era una tarde que parecía una mañana. El sol bien alto, el cielo claro y azul intenso. Entonces (uno) atravesé aquella cortina de plástico duro y di los primeros pasos en ese otro espacio: exterior, común. Amarillo, desgastado por el sol, y cemento
por un momento se me ocurrió pensar que, en realidad, yo era un extra en la ópera prima de algún director que decidió gastar todo su presupuesto en decorados y se quedó sin protagonistas. El rosa de unos geranios y una sábana tendida me hicieron regresar -¿a qué tiempo, a qué espacio?-. Seguí caminando, la mirada abajo arriba abajo arriba: calle tapiada, infinitas cuerdas verdes entre ventanas, una imprenta y el bar.
Ahora, frente a mí, (dos) música de niños jugando a ritmo de bachata
un sorbo de café, asientes con la cabeza,
una ciudad tiene muchas ciudades dentro. Tantas como personas. Seguí camino rodeando aquella plaza-isla y (tres) atravesé el arco. Creo que fue en ese punto cuando empecé a pensar en las fronteras invisibles que dividen el espacio, cualquier espacio
- plaza-isla, calle-isla, barrio-isla –
- pero entre medias no hay m a r –
y qué veías, dices,
ladrillos. Algunos de ellos, juntos, formaban un mercado. Otros, edificios de viviendas. Había también más arcos, y por primera vez fui consciente de que había tráfico en las avenidas. Por un momento quise saborear el ruido de motores y su dióxido de carbono; a veces hay impulsos que no sabes de dónde vienen pero no puedes evitar – sólo duró unos segundos, y mis pies decidieron saltar por el asfalto hasta alcanzar la otra orilla.
Fue así como llegué a (cuatro) ese otro espacioisla, a medio camino entre lo olvidado y lo rescatado, en una especie de limbo con otra luz, otro color, otro tiempo
o al menos yo lo sentí así,
o los recuerdos de aquel día me lo han devuelto de esa forma a las pupilas; quizá, si tú fueras allí verías otra cosa, recorrerías otras distancias
otro sorbo de café,
se está quedando frío.
A medio camino entre lo olvidado y lo rescatado, en una especie de limbo con otra luz, otro color – luz de otro color –, otro tiempo – cadencia / de-cadencia –. Edificios altos: muchos hogares. Uno de ellos tenía olas en la fachada, sí,
olas de cemento armado
como si su mayor sueño en la vida fuera estar cerca del mar; es curioso, ¿no crees? A mí me pareció curioso. También los niños, que jugaban a la pelota en la calle, como sus padres veinte años atrás. Y el bar, la peluquería, todo veinteañosatrás. El tiempo que vive allí se cansó de correr hace veinte-treinta-años, no sé; y se sentó en un bordillo, bajo una palmera
porque su mayor sueño en la vida también es estar cerca del mar, dices.
Claro.
Escaleras y (cinco), de repente, un pasaje verde y azul y ya estaba en la plaza. Ruido de motores y su dióxido de carbono, sin sabor. Avenidas-isla en la ciudad, que
rápidamente
demasiado rápidamente
me trasladaron a otro ambiente, con otra filosofía de vida
¡Paquete de pilas alcalinas un euro!
¡paquete de pilas-alcalinas un euro!
paquete de pilasalcalinas un euro!
P A Q U E T E D E P I L A S A L C A L I N A S – U N E U R O .
Este viaje empieza igual que termina: con ruido gris y humo fuerte. En el medio: calles, calles y más calles; perderse; y un té negro con jengibre y canela. Ahora soy yo la que quiere contarte una historia, me dices, una historia de aquel tiempo en que me alejé de lo que era para, por fin, ser lo que soy. Y esa historia está escrita en las paredes de esta ciudad. Sígueme. Y yo te sigo, quiero ver esas paredes a través de tus ojos.
Tráfico y síndrome de abstinencia en la plaza. Salgamos de aquí, me dices, entremos al barrio. A tu izquierda, una corrala; hay más, podemos jugar a perseguirlas. Pero yo sé que no es esto lo que me quieres mostrar. Un antiguo convento convertido en biblioteca. Enfrente, las paredes empiezan a hablar: “no llegas tarde”. Y esta era mi calle, aquí vivía yo, me dices. Y entonces puedo verte como en aquel tiempo, recorriendo esa calle y saludando a todos esos rostros familiares que llegaron de geografías lejanas.
Seguimos caminando al oeste; me quieres mostrar otra pared, que habla y me refleja -precisamente a mí, que miro-: una fotógrafa en dos dimensiones nos dispara. Sólo a fuerza de perderse una se encuentra en los muros, me dices, y yo asiento. No puedo estar más de acuerdo.
Deshacemos lo andado hacia el este. En esta plaza todo es vida y juego. Los fines de semana el aire se inunda de especias y mantras. Nosotras repetimos el Sutra del Corazón: “ido, ido, ido más allá, totalmente más allá, despertar”.
También hay una puerta que te quiero mostrar. Llévame, te digo; y de camino me cuentas que, como por azar electivo, Nuria Mora estampó sus flores aquí, su rosa y su verde; ella, desde la madera, también nos habla -quizá de rincones escondidos, de otro tiempo y otro espacio más alegres. Nosotras asimilamos su imagen en nuestras propias coordenadas: ése es el lenguaje de las paredes-.
Trepamos otras calles hasta llegar a esa que forma un triángulo isósceles. Infinitas flores cuelgan de los balcones, y eso que estamos en otoño, me dices. Aquí la ciudad descansa antes de seguir adelante. De eso también te diste cuenta en aquel tiempo y es lo que intentas explicarme ahora. Yo puedo verlo, ya con mis ojos.
Ese hombre siempre vigilaba mis pasos desde su pequeño balcón, me dices. Unos metros más allá, los colores del mercado se mezclan con el blanco y negro de los Tiempos Modernos. Este barrio es verdadero punto de encuentro, me dices, de encuentro y re-encuentro. Como esa estatua color cobre de la plaza, aquí una puede realmente abrazar la ciudad. Eso descubrí yo en aquel tiempo, me confiesas.
Seguimos hacia el norte, las paredes ya no hablan pero sí los balcones, y los grandes vidrios de esos cafés con aire antiguo, y los estantes de las pequeñas librerías. De repente, el barrio se disuelve en el océano de la gran ciudad. Caminamos más deprisa, escapando del ruido gris y del humo fuerte. Las mujeres se aprietan el bolso, los hombres tapan sus bolsillos con las manos. Los sorteamos sin ver sus rostros. Todos aquí somos soldados en el ajedrez de la metrópolis.
Me gusta crear imágenes en mi cabeza. A veces son secuencias larguísimas en una sola toma, otras veces sólo fotogramas aislados. Puede que algo externo dispare la imagen o puede que lleve horas-días-semanas pensando en ello sin darme cuenta y, de repente -¡magia!-, puedo verla. Pero últimamente la secuencia se repite, una y otra vez. Sobre todo en este escenario, en estas calles que tanto me conocen.
Empieza en esta esquina: después de sortear incontables personas -a pie, dentro de sus coches o en autobuses-, me encuentro contigo (contigo, que estás a seismildoscientosetentaicuatro kilómetros), y lo que quiero es enseñarte las esquinas de este barrio, los cruces de caminos, esos lugares en los que tiempo y espacio se convierten en geometría, y también en colores.
En mi secuencia es importante la trayectoria. Primero norte, por esta calle, con paso firme y hablando del pasado, que aparece y desaparece en esta ciudad como no lo hace en ninguna otra.
Al llegar a cierto punto viramos al oeste y vemos la primera plaza. Ahora, como entonces, todo el mundo disfruta de cada una de las baldosas que la forman. Sonreímos: nos anima a continuar. La segunda plaza es más pequeña, pero tiene más colores -todos los colores-, y huele a café; las dos son cruce de muchos caminos -de todos los que te imagines- por eso su geometría es caprichosa.
Ahora, sólo ahora en esta secuencia, escucho mi voz. Te digo: unos metros más allá está el lugar que se repite en mis sueños; es una esquina sin ángulo recto, de un azul que te acompaña siempre. Un gato nos mira desde su ventana, y yo sé que comprende.
Norte otra vez, ahora las esquinas son de color naranja y comenzamos a escuchar ruido de terrazas, ruido de libros de viejo, ruido de vinilos. En la tercera plaza los perros juegan con los niños, mientras Daoíz y Velarde siguen esperando sus espadas. En esta plaza podríamos pasar horas, simplemente observando y sintiendo el abrazo de la ciudad.
Pero no hay tiempo, el ritmo de la secuencia nos apremia: más norte, un poco más aún. Calle arriba hacia la avenida, saboreando los últimos pasos de calma que nos quedan. Giramos al este antes de que sea demasiado tarde. Nuestro Este. En el horizonte la glorieta. Allí todo acaba, la imagen se desvanece, y por un momento pienso que con ella se evaporan nuestras huellas, este maravilloso recorrido. Pero no, no es verdad, todo vive en mis pies y en mi retina
y en la posibilidad de volver
una y otra vez.